Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.Viajaron al sur.Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:—¡Ayúdame a mirar!


Eduardo Galeano, El Libro de los abrazos (1)

lunes, 7 de noviembre de 2011

PLAN LECTOR SESIÓN III

El caballero inexistente , Italo Calvino

(Fragmento adaptado)
Bajo las rojas murallas de París estaba formado el ejército de Francia. Carlomagno tenía que pasar revista a los paladines. Ya hacía más de tres horas que estaban allí; era una tarde calurosa de comienzos de verano, algo cubierta, nubosa; en las armaduras se hervía como dentro de ollas a fuego lento. No se sabe si alguno en aquella inmóvil fila de caballeros no había perdido ya el sentido o se había adormecido, pero la armadura los mantenía erguidos en la silla a todos por igual. De pronto, tres toques de trompa: las plumas de las cimeras se sobresaltaron en el aire quieto como por un soplo de viento, y enmudeció en seguida aquella especie de bramido marino que se había oído hasta entonces, y que era, por lo visto, un roncar de guerreros oscurecido por las golas metálicas de los yelmos. Finalmente helo allí, divisaron a Carlomagno que avanzaba, al fondo, en un caballo que parecía más grande de lo normal, con la barba sobre el pecho, las manos en el pomo de la silla. Reina y guerrea, guerrea y reina, dale que dale, parecía un poco envejecido, desde la última vez que lo habían visto aquellos guerreros. Detenía el caballo ante cada oficial y se volvía para mirarlo de arriba abajo.
El rey había llegado ante un caballero de armadura toda blanca; sólo una pequeña línea negra corría alrededor, por los bordes; aparte de eso era reluciente, bien conservada, sin un rasguño, bien acabada en todas las junturas, adornado el yelmo con un penacho de quién sabe qué raza oriental de gallo, cambiante con todos los colores del iris. En el escudo había dibujado un blasón entre dos bordes de un amplio manto drapeado, y dentro del blasón se abrían otros dos bordes de manto con un blasón más pequeño en medio, que contenía otro blasón con manto todavía más pequeño. Con un dibujo cada vez más sutil se representaba una sucesión de mantos que se abrían uno dentro del otro, y en medio debía haber quién sabe qué, pero no se conseguía descubrirlo, tan pequeño se volvía el dibujo.

—Y vos ahí, con ese aspecto tan pulcro... —dijo Carlomagno que, cuanto más duraba la guerra, menos respeto por la limpieza conseguía ver en los paladines.
-¡Yo soy -la voz llegaba metálica desde dentro del yelmo cerrado, como si fuera no una garganta sino la misma chapa de la armadura la que vibrara, y con un leve retumbo de eco - Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y de Fez!
- Aaah... —dijo Carlomagno, y del labio inferior, que sobresalía, le salió incluso un pequeño trompeteo, como diciendo: «¡Si tuviera que acordarme del nombre de todos, estaría fresco!» Pero en seguida frunció el ceño -. ¿Y por qué no alzáis la celada y mostráis vuestro rostro?
El caballero no hizo ningún ademán; su diestra enguantada con una férrea y bien articulada manopla se agarró más fuerte al arzón, mientras que el otro brazo, que sostenía el escudo, pareció sacudido como por un escalofrío.
- ¡Os hablo a vos, eh, paladín! - insistió Carlomagno -. ¿Cómo es que no mostráis la cara a vuestro rey?
La voz salió clara de la babera.
- Porque yo no existo, sire.
- ¿Qué es eso? - exclamó el emperador-. ¡Ahora tenemos entre nosotros incluso un caballero que no existe! Dejadme ver.
Agilulfo pareció vacilar todavía un momento, luego, con mano firme, pero lenta, levantó la celada. El yelmo estaba vacío. Dentro de la armadura blanca de iridiscente cimera no había nadie.
- ¡Pero...! ¡Lo que hay que ver! - dijo Carlomagno -. ¿Y cómo lo hacéis para prestar servicio, si no existís?
- ¡Con fuerza de voluntad - dijo Agilulfo -, y fe en nuestra santa causa!
- Muy bien, muy bien dicho, así es como se cumple con el deber. Bueno, para ser alguien que no existe, ¡sois avispado!
Agilulfo cerraba la fila. El emperador había ya pasado revista a todos; dio vuelta al caballo y se alejó hacia las tiendas reales. Era viejo, y procuraba alejar de su mente los asuntos complicados.
(…)
Tenía siempre razón, y los paladines no podían sustraerse, pero no escondían su descontento. Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y de Fez, era ciertamente un modelo de soldado; pero a todos les era antipático.
(…)
La noche, para los ejércitos en campaña, está regulada como el cielo estrellado: los turnos de guardia, el oficial que los manda, las patrullas. Todo lo demás, la perpetua confusión del ejército en guerra, el hormigueo diurno del que lo imprevisto puede surgir como el encabritarse de un caballo, ahora calla, pues el sueño ha vencido a todos los guerreros y cuadrúpedos de la Cristiandad, éstos en fila y de pie, a ratos restregando un casco en el suelo o soltando un breve relincho o rebuzno, aquellos liberados finalmente de yelmos y corazas, y, satisfechos de sentirse de nuevo personas humanas distintas e inconfundibles, todos ya están roncando.
Aquel poder cerrar los ojos, perder la conciencia de sí, hundirse en el vacío de las propias horas, y luego al despertar volverse a encontrar igual que antes, para reanudar los hilos de la propia vida, era algo que Agilulfo no podía saber, y su envidia por la facultad de dormir propia de las personas existentes era una envidia vaga, como de una cosa que no puede ni siquiera concebirse.
Lo hería e inquietaba aún más la vista de los pies desnudos que asomaban aquí y allí por el borde de las tiendas, con los pulgares hacia arriba: el campamento durante el sueño era el reino de los cuerpos, una extensión de vieja carne de Adán, exaltada por el vino bebido y el sudor de la jornada guerrera; mientras en el umbral de los pabellones yacían desarmadas las vacías armaduras, que los escuderos y servidores por la mañana pulirían y pondrían a punto. Agilulfo pasaba, atento, nervioso, altivo: el cuerpo de la gente que tenía un cuerpo le producía, sin duda, un malestar semejante a la envidia, pero también un ansia que era de orgullo, de superioridad desdeñosa. Los colegas tan nombrados, los gloriosos paladines, ¿qué eran ahora? La armadura, testimonio de su grado y nombre, de las hazañas llevadas a cabo, de la fuerza y el valor, hela aquí reducida a una envoltura, a chatarra vacía; y las personas roncando, con la cara aplastada en la almohada y un hilo de baba que caía de los labios abiertos. A él no, no era posible descomponerlo en piezas, desmembrarlo.

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