Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.Viajaron al sur.Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:—¡Ayúdame a mirar!


Eduardo Galeano, El Libro de los abrazos (1)

martes, 15 de noviembre de 2011

SESIÓN IV PLAN LECTOR

Una nueva sesión del plan lector , en este caso , la literatura fantástica nos acerca al mundo de los cuentos . De la mano de esta autora norteamericana dedicada a las enseñanaza durante 23 años , nos adentraremos en una nueva forma de leer los cuentos . Clarissa es psicóloga , escritora y poeta . En este libro "Mujeres que corren con los lobos"  , se repasan toda una serie de cuentos de tradición latinoamericana con sus diferentes lecturas , enseñanzas y aprendizajes . En nuestro plan lector leeremos "las zapatillas rojas" . Aquí lo tenéis¡¡¡ Os recuerdo que para imprimirlo es mejor copiar y pegar en un documento Word .




Clarissa Pinkola
Mujeres que corren con los lobos



"La zapatillas rojas ".

Había una vez una pobre huerfanita que no tenía zapatos. Pero siempre,
recogía los trapos vicios que encontraba y, con el tiempo, se cosió un par de zapatillas
rojas. Aunque eran muy toscas, a ella le gustaban. La hacían sentir rica a
pesar de que se pasaba los días recogiendo algo que comer en los bosques llenos
de espinos hasta bien entrado el anochecer.
Pero un día, mientras bajaba por el camino con sus andrajos y sus zapatillas
rojas, un carruaje dorado se detuvo a su lado. La anciana que viajaba en su
interior le dijo que se la iba a llevar a su casa y la trataría como si fuera su hijita.
Así pues, la niña se fue a la casa de la acaudalada anciana y allí le lavaron y peinaron
el cabello. Le proporcionaron una ropa interior de purísimo color blanco,
un precioso vestido de lana, unas medias blancas y unos relucientes zapatos negros.
Cuando la niña preguntó por su ropa y, sobre todo, por sus zapatillas rojas,
la anciana le contestó que la ropa estaba tan sucia y las zapatillas eran tan ridículas
que las había arrojado al fuego donde habían ardido hasta convertirse en
ceniza.
La niña se puso muy triste, pues, a pesar de la inmensa riqueza que la rodeaba,
las humildes zapatillas rojas cosidas con sus propias manos le habían
hecho experimentar su mayor felicidad. Ahora se veía obligada a permanecer sentada
todo el rato, a caminar sin patinar y a no hablar a menos que le dirigieran la
palabra, pero un secreto fuego ardía en su corazón y ella seguía echando de menos
sus viejas zapatillas rojas por encima de cualquier otra cosa.
Cuando la niña alcanzó la edad suficiente como para recibir la confirmación
el día de los Santos Inocentes, la anciana la llevó a un viejo zapatero cojo
para que le hiciera unos zapatos especiales para la ocasión. En el escaparate del
zapatero había unos zapatos rojos hechos con cuero del mejor; eran tan bonitos
que casi resplandecían. Así pues, aunque los zapatos no fueran apropiados para
ir a la iglesia, la niña sólo elegía siguiendo los deseos de su hambriento corazón,
escogió los zapatos rojos. La anciana tenía tan mala vista que no vio de qué color
eran los zapatos y, por consiguiente, pagó el precio. El vicio zapatero le guiñó el
ojo a la niña y envolvió los zapatos.
Al día siguiente, los feligreses de la iglesia se quedaron asombrados al ver
los pies de la niña. Los zapatos rojos brillaban como manzanas pulidas, como corazones,
como ciruelas rojas. Todo el mundo los miraba; hasta los ¡conos de la
pared, hasta las imágenes contemplaban los zapatos con expresión de reproche.
Pero, cuanto más los miraba la gente, tanto más le gustaban a la niña. Por consiguiente,
cuando el sacerdote entonó los cánticos y cuando el coro lo acompañó y
el órgano empezó a sonar, la niña pensó que no había nada más bonito que sus
zapatos rojos.
Para cuando terminó aquel día, alguien había informado a la anciana acerca
de los zapatos rojos de su protegida.
—Jamás de los jamases vuelvas a ponerte esos zapatos rojos! —le dijo la
anciana en tono amenazador.
Pero al domingo siguiente la niña no pudo resistir la tentación de ponerse
los zapatos rojos en lugar de los negros y se fue a la iglesia con la anciana como
de costumbre.
A la entrada de la iglesia había un viejo soldado con el brazo en cabestrillo.
Llevaba una chaquetilla y tenía la barba pelirroja. Hizo una reverencia y pidió
permiso para quitar el polvo de los zapatos de la niña. La niña alargó el pie y el
soldado dio unos golpecitos a las suelas de sus zapatos mientras entonaba una
alegre cancioncilla que le hizo cosquillas en las plantas de los pies.
—No olvides quedarte para el baile —le dijo el soldado, guiñándole el ojo
con una sonrisa.
Todo el mundo volvió a mirar de soslayo los zapatos rojos de la niña. Pero a
ella le gustaban tanto aquellos zapatos tan brillantes como el carmesí, tan brillantes
como las frambuesas y las granadas, que apenas podía pensar en otra cosa
y casi no prestó atención a la ceremonia religiosa. Tan ocupada estaba moviendo
los pies hacia aquí Y hacia allá y admirando sus zapatos rojos que se olvidó
de cantar.
Cuando abandonó la iglesia en compañía de la anciana, el soldado herido le
gritó:
"¡Qué bonitos zapatos de baile!"
Sus palabras hicieron que la niña empezara inmediatamente a dar vueltas.
En cuanto sus pies empezaron a moverse ya no pudieron detenerse y la niña bailó
entre los arriates de flores y dobló la esquina de la iglesia como si hubiera perdido
por completo el control de sí misma. Danzó una gavota y después una czarda
y, finalmente, se alejó bailando un vals a través de los campos del otro lado. El
cochero de la anciana saltó del carruaje y echó a correr tras ella, le dio alcance Y
llevó de nuevo al coche, pero los pies de la niña calzados con los zapatos rojos
seguían bailando en el aire como si estuvieran todavía en el suelo. La anciana y el
cochero tiraron y forcejearon, tratando de quitarle los zapatos rojos a la niña.
Menudo espectáculo, ellos con los sombreros torcidos y la niña agitando las piernas,
pero, al final, los pies de la niña se calmaron.
De regreso a casa, la anciana dejó los zapatos rojos en un estante muy alto
y le ordenó a la niña no tocarlos nunca más. Pero la niña no podía evitar contemplarlos
con anhelo. Para ella seguían siendo lo más bonito de la tierra.
Poco después quiso el destino que la anciana tuviera que guardar cama y,
en cuanto los médicos se fueron, la niña entró sigilosamente en la habitación
donde se guardaban los zapatos rojos. Los contempló allá arriba en lo alto del estante.
Su mirada se hizo penetrante y se convirtió en un ardiente deseo que la
indujo a tomar los zapatos del estante y a ponérselos, pensando que no había
nada malo en ello. Sin embargo, en cuanto los zapatos tocaron sus talones y los
dedos de sus pies, la niña se sintió invadida por el impulso de bailar.
Cruzó la puerta bailando y bajó los peldaños, bailando primero una gavota,
después una czarda y, finalmente, un vals de atrevidas vueltas en rápida sucesión.
La niña estaba en la gloria y no comprendió en qué apurada situación se
encontraba hasta que quiso bailar hacia la izquierda y los zapatos insistieron en
bailar hacia la derecha. Cuando quería dar vueltas, los zapatos se empeñaban en
bailar directamente hacia delante. Y, mientras los zapatos bailaban con la niña,
en lugar de ser la niña quien bailara con los zapatos, los zapatos la llevaron calle
abajo, cruzando los campos llenos de barro hasta llegar al bosque oscuro y sombrío.
Allí, apoyado contra un árbol, se encontraba el viejo soldado de la barba pelirroja
con su chaquetilla y su brazo en cabestrillo.
—Vaya, qué bonitos zapatos de baile —exclamó.
Asustada, la niña intentó quitarse los zapatos, pero el pie que mantenía
apoyado en el suelo seguía bailando con entusiasmo y el que ella sostenía en la
mano también tomaba parte en el baile.
Así pues, la niña bailó y bailó sin cesar. Danzando subió las colinas más altas,
cruzó los valles bajo la lluvia, la nieve y el sol. Bailó en la noche oscura y al
amanecer y aún seguía bailando cuando anocheció. Pero no era un baile bonito.
Era un baile terrible, pues no había descanso para ella.
Llegó bailando a un cementerio y allí un espantoso espíritu no le Permitió
entrar. El espíritu pronunció las siguientes palabras:
—Bailarás con tus zapatos rojos hasta que te conviertas en una aparición,
en un fantasma, hasta que la piel te cuelgue de los huesos y hasta que no quede
nada de ti más que unas entrañas que bailan. Bailarás de puerta en puerta por
las aldeas y golpearás cada puerta tres veces y, cuando la gente mire, te verá y
temerá sufrir tu mismo destino. Bailad, zapatos rojos, seguid bailando.
La niña pidió compasión, pero, antes de que pudiera seguir implorando
piedad, los zapatos rojos se la llevaron. Bailó sobre los brezales y los ríos, siguió
bailando sobre los setos vivos y siguió bailando y bailando hasta llegar a su hogar
y allí vio que había gente llorando. La anciana que la había acogido en su casa
había muerto. Pero ella siguió bailando porque no tenía más remedio que hacerlo.
Profundamente agotada y horrorizada, llegó bailando a un bosque en el que vivía
el verdugo de la ciudad. El hacha que había en la pared empezó a estremecerse
en cuanto percibió la cercanía de la niña.
—¡Por favor! —le suplicó la niña al verdugo al pasar bailando por delante de
su puerta—. Por favor, córteme los zapatos para librarme de este horrible destino.
El verdugo cortó las correas de los zapatos rojos con el hacha. Pero los zapatos
seguían en los pies. Entonces la niña le dijo al verdugo que su vida no valía
nada y que, por favor, le cortara los pies. Y el verdugo le cortó los pies. Y los zapatos
rojos con los pies dentro siguieron bailando a través del bosque, subieron a
la colina y se perdieron de vista. Y la niña, convertida en una pobre tullida, tuvo
que ganarse la vida en el mundo como criada de otras personas y jamás en su
vida volvió a desear unos zapatos rojos.

lunes, 7 de noviembre de 2011

PLAN LECTOR SESIÓN III

El caballero inexistente , Italo Calvino

(Fragmento adaptado)
Bajo las rojas murallas de París estaba formado el ejército de Francia. Carlomagno tenía que pasar revista a los paladines. Ya hacía más de tres horas que estaban allí; era una tarde calurosa de comienzos de verano, algo cubierta, nubosa; en las armaduras se hervía como dentro de ollas a fuego lento. No se sabe si alguno en aquella inmóvil fila de caballeros no había perdido ya el sentido o se había adormecido, pero la armadura los mantenía erguidos en la silla a todos por igual. De pronto, tres toques de trompa: las plumas de las cimeras se sobresaltaron en el aire quieto como por un soplo de viento, y enmudeció en seguida aquella especie de bramido marino que se había oído hasta entonces, y que era, por lo visto, un roncar de guerreros oscurecido por las golas metálicas de los yelmos. Finalmente helo allí, divisaron a Carlomagno que avanzaba, al fondo, en un caballo que parecía más grande de lo normal, con la barba sobre el pecho, las manos en el pomo de la silla. Reina y guerrea, guerrea y reina, dale que dale, parecía un poco envejecido, desde la última vez que lo habían visto aquellos guerreros. Detenía el caballo ante cada oficial y se volvía para mirarlo de arriba abajo.
El rey había llegado ante un caballero de armadura toda blanca; sólo una pequeña línea negra corría alrededor, por los bordes; aparte de eso era reluciente, bien conservada, sin un rasguño, bien acabada en todas las junturas, adornado el yelmo con un penacho de quién sabe qué raza oriental de gallo, cambiante con todos los colores del iris. En el escudo había dibujado un blasón entre dos bordes de un amplio manto drapeado, y dentro del blasón se abrían otros dos bordes de manto con un blasón más pequeño en medio, que contenía otro blasón con manto todavía más pequeño. Con un dibujo cada vez más sutil se representaba una sucesión de mantos que se abrían uno dentro del otro, y en medio debía haber quién sabe qué, pero no se conseguía descubrirlo, tan pequeño se volvía el dibujo.

—Y vos ahí, con ese aspecto tan pulcro... —dijo Carlomagno que, cuanto más duraba la guerra, menos respeto por la limpieza conseguía ver en los paladines.
-¡Yo soy -la voz llegaba metálica desde dentro del yelmo cerrado, como si fuera no una garganta sino la misma chapa de la armadura la que vibrara, y con un leve retumbo de eco - Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y de Fez!
- Aaah... —dijo Carlomagno, y del labio inferior, que sobresalía, le salió incluso un pequeño trompeteo, como diciendo: «¡Si tuviera que acordarme del nombre de todos, estaría fresco!» Pero en seguida frunció el ceño -. ¿Y por qué no alzáis la celada y mostráis vuestro rostro?
El caballero no hizo ningún ademán; su diestra enguantada con una férrea y bien articulada manopla se agarró más fuerte al arzón, mientras que el otro brazo, que sostenía el escudo, pareció sacudido como por un escalofrío.
- ¡Os hablo a vos, eh, paladín! - insistió Carlomagno -. ¿Cómo es que no mostráis la cara a vuestro rey?
La voz salió clara de la babera.
- Porque yo no existo, sire.
- ¿Qué es eso? - exclamó el emperador-. ¡Ahora tenemos entre nosotros incluso un caballero que no existe! Dejadme ver.
Agilulfo pareció vacilar todavía un momento, luego, con mano firme, pero lenta, levantó la celada. El yelmo estaba vacío. Dentro de la armadura blanca de iridiscente cimera no había nadie.
- ¡Pero...! ¡Lo que hay que ver! - dijo Carlomagno -. ¿Y cómo lo hacéis para prestar servicio, si no existís?
- ¡Con fuerza de voluntad - dijo Agilulfo -, y fe en nuestra santa causa!
- Muy bien, muy bien dicho, así es como se cumple con el deber. Bueno, para ser alguien que no existe, ¡sois avispado!
Agilulfo cerraba la fila. El emperador había ya pasado revista a todos; dio vuelta al caballo y se alejó hacia las tiendas reales. Era viejo, y procuraba alejar de su mente los asuntos complicados.
(…)
Tenía siempre razón, y los paladines no podían sustraerse, pero no escondían su descontento. Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y de Fez, era ciertamente un modelo de soldado; pero a todos les era antipático.
(…)
La noche, para los ejércitos en campaña, está regulada como el cielo estrellado: los turnos de guardia, el oficial que los manda, las patrullas. Todo lo demás, la perpetua confusión del ejército en guerra, el hormigueo diurno del que lo imprevisto puede surgir como el encabritarse de un caballo, ahora calla, pues el sueño ha vencido a todos los guerreros y cuadrúpedos de la Cristiandad, éstos en fila y de pie, a ratos restregando un casco en el suelo o soltando un breve relincho o rebuzno, aquellos liberados finalmente de yelmos y corazas, y, satisfechos de sentirse de nuevo personas humanas distintas e inconfundibles, todos ya están roncando.
Aquel poder cerrar los ojos, perder la conciencia de sí, hundirse en el vacío de las propias horas, y luego al despertar volverse a encontrar igual que antes, para reanudar los hilos de la propia vida, era algo que Agilulfo no podía saber, y su envidia por la facultad de dormir propia de las personas existentes era una envidia vaga, como de una cosa que no puede ni siquiera concebirse.
Lo hería e inquietaba aún más la vista de los pies desnudos que asomaban aquí y allí por el borde de las tiendas, con los pulgares hacia arriba: el campamento durante el sueño era el reino de los cuerpos, una extensión de vieja carne de Adán, exaltada por el vino bebido y el sudor de la jornada guerrera; mientras en el umbral de los pabellones yacían desarmadas las vacías armaduras, que los escuderos y servidores por la mañana pulirían y pondrían a punto. Agilulfo pasaba, atento, nervioso, altivo: el cuerpo de la gente que tenía un cuerpo le producía, sin duda, un malestar semejante a la envidia, pero también un ansia que era de orgullo, de superioridad desdeñosa. Los colegas tan nombrados, los gloriosos paladines, ¿qué eran ahora? La armadura, testimonio de su grado y nombre, de las hazañas llevadas a cabo, de la fuerza y el valor, hela aquí reducida a una envoltura, a chatarra vacía; y las personas roncando, con la cara aplastada en la almohada y un hilo de baba que caía de los labios abiertos. A él no, no era posible descomponerlo en piezas, desmembrarlo.

martes, 25 de octubre de 2011

sábado, 1 de octubre de 2011

Armas extrañas de la Edad media ( Plan lector -Sesión I)

La primera actividad del plan lector consiste en realizar un Curriculum Vitae . Tenéis que imaginar que sois caballeros medievales en busca de un trabajo . Recordad que estáis en la Edad Media ¡¡¡¡¡. En este video podréis encontrar técnicas de batalla así como los nombres de las armas utilizadas en la época. Ayudaos también del texto que leímos en la primera sesión , cuyo título es "Caballeros medievales" ,y que tenéis en otra entrada del blog 
Los trabajos se presentarán :
Viernes 7 de Octubre para  3ºB
Jueves 6 de Octubre para 3ºA

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Plan lector

Bienvenidos al PLan lector del curso 2011-2012.








Como sabéis , este año , vamos a comenzar un nuevo proyecto que nos enseñará a leer más y mejor y sobre todo a aprender a disfrutar de la lectura .
Este primer trimestre a a estar dedicado a la literatura fantástica . 

Comenzamos con la primera sesión dedicada a los Cabelleros medievales .
Aquí tenéis el enlace donde aparece el artículo sobre el que trabajaremos el próximo día en clase. Copiarlo e imprimidlo en casa o bien acudid a la reprografía del centro donde podréis fotocopiarlo.

Artículo caballeros medievales : 
http://leodegundia.blogspot.com/2005/08/caballeros-medievales_17.html

domingo, 25 de septiembre de 2011

Las figuras retóricas en la música

"Por la boca vive el pez"
Fito y los fitipaldi


Algo lo que me invade,
todo viene de dentro
Nunca lo que me sacie,
siempre quiero, lobo hambriento.
Todo me queda grande
para no estar contigo.
Sabes, quisiera darte
siempre un poco más de lo que te pido.
Sabes que soñaré,
si no estás que me despierto contigo.

Sabes que quiero más,
no se vivir solo con 5 sentidos.
Este mar cada vez guarda mas barcos hundidos.

Tu eres aire, yo papel,
donde vayas yo me iré,
si me quedo a oscuras
luz de la locura ven y alumbrame.
Alguien dijo alguna vez
por la boca vive el pez
y yo lo estoy diciendo,
te lo estoy diciendo otra vez.

Dime porque preguntas
cuanto te he echao de menos,
si en cada canción que escribo corazón
eres tú el acento.
No quiero estrella errante,
no quiero ver la aurora
quiero mirar tus ojos del color de la cocacola

Sabes que soñaré,
si no estas que me despierto contigo.
Sabes que quiero más,
no se vivir solo con 5 sentidos.
Este mar cada vez guarda mas barcos hundidos.

No estas conmigo siempre que te canto,
yo hago canciones para estar contigo,
porque escribo igual que sangro,
porque sangro todo lo que escribo.
me he dado cuenta cada vez que canto
que si no canto no se lo que digo.
La pena está bailando con el llanto
y cuando quiera bailará conmigo.
La vida apenas solo dura un rato
y es lo que tengo para estar contigo
para decirte lo que nunca canto,
para cantarte lo que nunca digo.


Algo lo que me invade,
todo viene de dentro
Nunca lo que me sacie,
siempre quiero, lobo hambriento.
Todo me queda grande
para no estar contigo.
Sabes, quisiera darte
siempre un poco más de lo que te pido.
Sabes que soñaré,
si no estás que me despierto contigo.

Sabes que quiero más,
no se vivir solo con 5 sentidos.
Este mar cada vez guarda mas barcos hundidos.

Tu eres aire, yo papel,
donde vayas yo me iré,
si me quedo a oscuras
luz de la locura ven y alumbrame.
Alguien dijo alguna vez
por la boca vive el pez
y yo lo estoy diciendo,
te lo estoy diciendo otra vez.

Dime porque preguntas
cuanto te he echao de menos,
si en cada canción que escribo corazón
eres tú el acento.
No quiero estrella errante,
no quiero ver la aurora
quiero mirar tus ojos del color de la cocacola

Sabes que soñaré,
si no estas que me despierto contigo.
Sabes que quiero más,
no se vivir solo con 5 sentidos.
Este mar cada vez guarda mas barcos hundidos.

No estas conmigo siempre que te canto,
yo hago canciones para estar contigo,
porque escribo igual que sangro,
porque sangro todo lo que escribo.
me he dado cuenta cada vez que canto
que si no canto no se lo que digo.
La pena está bailando con el llanto
y cuando quiera bailará conmigo.
La vida apenas solo dura un rato
y es lo que tengo para estar contigo
para decirte lo que nunca canto,
para cantarte lo que nunca digo.


viernes, 23 de septiembre de 2011